domingo, 8 de abril de 2012

La morocha

La tenés presente a ella. Es un referente para vos, ¿qué duda cabe? Los referentes los elige y los construye uno. Pero no los configura como tales sólo la voluntad propia. Ellos (los referentes) hacen lo suyo para serlo. Influyen en tu vida de manera determinante. Lo quieras o no, eso no se elige, se gana y ella se lo ganó ese lugar en vos.

Te acordás la tarde que la conociste y aún te ves, desde afuera, preguntándote: ¿de qué voy a hablar con ella? Y hablaste. De muchas cosas. Ella tenía esa habilidad, la de hacerte sentir cómodo aunque no la conocieras. Vos no eras inocente. No estabas ahí para charlar con ella. Estabas ahí para otra cosa y lo sabés. No te hagas el boludo. A ella no le importó. Te hizo sentir como si realmente estuvieras allí por ella. También tenía la capacidad para hacerte sentir incómodo. Es cierto. ¡Carajo si tenía ese don! Pero a vos nunca te lo hizo sentir. Pocas veces en realidad, tampoco es cuestión de andar idealizando. Si, entre otras cosas, eso la hace tan querible. Además, el hecho de que te hiciera probar de sus implacables rabietas implicaba, necesariamente, que ya te había adoptado. Eras parte de su vida.

Te trasladás en el tiempo. Fluye. Naturalmente. Siempre fue así con ella. Le decías morocha. Nadie le decía morocha. Sólo vos. Le decías morocha porque así le hubiera dicho el viejo. Como él no podía vos la bautizaste así. Te generaba placer llamarla así. No tenés certezas sobre lo que le generaba a ella pero nunca te dijo que no le gustaba y conociéndola como la conocías sabés que te lo hubiera hecho notar. Hoy sabés que, también, le decís morocha a Cris como homenaje a ella. Hasta parecida la ves, en el carácter, en algunos gestos, en actitudes. Te reís cuando las hace Cris, te hace recordarla, a la otra morocha.

Viajás en el tiempo decías. Te ves más chico pero no tanto. Te ves perturbado, con miedos, asustado de enfrentar un examen que sería fundamental en el desarrollo de tu carrera. Uno de esos momentos bisagra que suelen vivirse para pasar a otro estadio, a otra instancia de la vida. Y la ves a ella. La morocha se te sentó al lado, con la seguridad de quien sabe lo que te va a decir. Desbordante de certezas que, tal vez, ni siquiera ella se brindara a sí misma, te las ofreció a vos que estabas necesitando ese empujón. Así de generosa era. Se entregaba por entero. Toda. A todo o nada. Así era ella, por eso te hacía acordar tanto al viejo. Sin pelos en la lengua. Sin vueltas, un toque más delicada ella. A veces. No aquella vez que se sentó a tu lado en esa tarde de verano. Te pegó una cagada a pedos de novela. ¿Pero cómo se te ocurre dudar? Si vos sabés, si vos sos inteligente, dejate de joder, a qué le vas a tener miedo, si vos tenés con qué! Y más y más…y vos no podías decir otra cosa que sí, que tenía razón, que ibas a hacerlo. Si te lo decía así de convencida no era posible que estuviera equivocada. Así lo hiciste. Y la morocha tenía razón. Obvio.

Y te acordás la última vez que le hablaste. Le hiciste un chiste, pediste que la aten, que no la dejen escapar, ella se río, se quejó en el código que manejaban ustedes, el que supieron construir los dos, sabés que la última carcajada se la sacaste vos y te enorgullece saberlo. Ese es el tesoro que te regaló y no el pelo que prometió guardarte el día que no estuviera más con vos. Y no fue el único tesoro. Claro que no. 

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